viernes, 27 de febrero de 2009

Don Quijote y la libertad


En los próximos días intentaremos apuntar algunos fragmentos breves del Quijote que nos animen a su lectura y nos ayuden a descubrir los muchos tesoros que contiene este libro. Anímate a enviar tu comentario o a proponer tu fragmento favorito del libro.

Comenzaremos por el elogio de la libertad que pronuncia don Quijote al salir del castillo de los Duques :
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-- La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo !

(Capítulo 58, II parte)



martes, 17 de febrero de 2009

Tirante el Blanco y Los siete libros de Diana


Otros de los pocos libros de don Quijote que se salvaron de la quema fueron Tirante el Blanco de Joanot Martorell y La Diana de Jorge de Montemayor. Así lo dice el capítulo sexto de “El ingenioso hidalgo…”

"Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. (…) Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.

—¡Válame Dios —dijo el cura, dando una gran voz—, que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.

—Así será —respondió el barbero—, pero ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?

—Estos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.

Y abriendo uno vio que era La Diana de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:

—Estos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento sin perjuicio de tercero.

—¡Ay, señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza."

Aquí os dejo el trailer de la película "Tirante el Blanco" que rodó recientemente Vicente Aranda.


La ruina de Alonso Quijano: El Amadís de Gaula


La popularidad de los libros de caballería entre la población del siglo XVI era ciertamente desmedida. A falta de televisión u otros medios audiovisuales, se practicaba la lectura en grupo en voz alta de los libros, habilidad hoy ausente entre los escolares de la ESO. Francisco de Portugal relata, en 1670, la siguiente anécdota sucedida en un hogar donde seguían con gran interés las aventuras de Amadís de Gaula.
Vino un caballero muy principal para su casa y halló a su mujer, hijas y criadas llorando; sobresaltose y preguntoles muy acongojado si algún hijo o deudo se les había muerto. Respondieron ahogadas en lágrimas que no. Replicó más confuso:
-Pues, ¿por qué lloráis?
Dijéronle:

-Señor ,
¡ hase muerto
Amadís !
El impacto sería comparable al duelo que se desencadenó entre los seguidores del culebrón “Sin Tetas no hay paraíso” cuando murió el carismático personaje conocido como el Duque. Amadís de Gaula fue un gran héroe literario del siglo XVI, con un tirón comparable al de James Bond o Harry Potter. ¿Quién no deseaba abandonar el hastío cotidiano, la limitación de medios culturales, económicos o simplemente alimenticios, y echar la imaginación a volar?
Cuenta Cervantes que un terrateniente ocioso vendió parte de sus propiedades para comprar libros de caballerías con que combatir su aburrimiento. Poco tiempo después, unos furibundos críticos literarios expurgaron su biblioteca de lo que en su mayor parte eran libracos de poco fundamento. Entre los pocos libros que se libraron de la pira estaba precisamente el Amadís de Gaula de Garci Rodríguez de Montalvo. Así lo cuenta el manco de Lepanto:
"Y el primer libro que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
—Parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y, así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego.
—No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
—Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
—Es —dijo el barbero— Las sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
—Pues en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba."

Pero esto, como veremos, forma parte de otra historia.
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Interesantísimo el enlace de la exposición organizada por la Biblioteca Nacional sobre Amadís de Gaula. No dejéis de ver este documento sobre los libros de caballerías creado para los estudiantes.

miércoles, 11 de febrero de 2009

A quién le importa

Por su interés, reproduzco aquí el texto del artículo que publica hoy Lorenzo Silva en el suplemento CAMPUS de EL MUNDO.

Este es el enlace a la publicación original.

A QUIÉN LE IMPORTA

No hace mucho, volví a ver a uno de mis profesores del bachillerato. Cuando me dio clase era joven, y por tanto sigue en activo. Lo recuerdo bien: era duro, pero buen enseñante, y los resultados que obtenía del alumnado podían considerarse bastante dignos. No era de esos docentes que se complacen en cargarse a toda la clase, con lo que más bien confirman su incapacidad para transmitir el conocimiento. Exigía, pero antes de hacerlo daba, y aprobaba siempre a más de la mitad.

Me contaba que días atrás había estado haciendo limpieza en el departamento y salieron de entre los papeles un montón de exámenes antiguos. Todos ellos suspendidos, y guardados en previsión de una posible reclamación por parte del alumno. A alguno le echó un vistazo y le extrañó lo que encontró. Porque aquellos ejercicios puntuados con un tres o con un dos eran en muchos casos mejores que los que ahora califica con aprobado y hasta bastante por encima del cinco. Comprobó, así, cuánto había bajado el listón de su exigencia. E indirectamente, añade éste que recoge y cuenta su pequeña historia, cómo se ha deteriorado el nivel de conocimientos de los alumnos que están en los cursos superiores de la enseñanza secundaria, es decir, los universitarios de ya mismo.

Pero este retroceso tan dramático en el curso de apenas una generación, que debería ser una de las máximas frustraciones de una sociedad (y más de la nuestra, donde el déficit de formación nos pasa la penosa factura de un bajo nivel de innovación y una baja productividad, que nos dejan sobreexpuestos e inermes frente a las coyunturas adversas como la que ahora tenemos encima), no parece importarle a nadie. El debate educativo en este país se centra, como es lógico, en otras cosas más perentorias y trascendentales, a saber: 1. Si debe ser extirpada del sistema o privilegiada más o menos tal o cual lengua de las que aquí se hablan (cuando parece que lo sensato, sin darle muchas más vueltas, sería que todas tuvieran garantizada una presencia acorde con la demanda social de sus hablantes). 2. Si deben transmitirse a los alumnos unos contenidos éticos de tal o cual orientación (cuando diríase que con enseñarles la historia del pensamiento moral y los valores constitucionales, sin más decoración ni exégesis, debería bastar y no habría de ofender a nadie). 3. Si las aulas deben convertirse en centros de adoctrinamiento religioso financiado por el contribuyente y respaldado por la coacción de una nota computable que induzca al prosélito a tomarse en serio la adquisición de la fe en cuestión (cuando las creencias religiosas, como asunto privado y personal que son, más bien demandan su cultivo y aliento en el entorno familiar y particular de cada cual, sin perjuicio de que todos tengan oportunidad de familiarizarse con aquello que de las religiones constituye acervo cultural de la comunidad).

De que los chavales sepan cada vez menos, en cambio, nadie se preocupa. No hay manifestaciones, ni objeciones de conciencia, ni ásperos debates. A lo mejor es que la ignorancia a todos conviene.

Lorenzo Silva. EL MUNDO, 11 febrero 2009